«De vez en cuando camino al revés: es mi modo de recordar.
Si
caminara sólo hacía adelante te podría contar cómo es el olvido».
—Humberto
Ak' Abal
Si
no fuera por las icónicas flores rosas, los ciruelos no serían tan distintos a
los árboles de cerezos. Sus ramas y hojas son muy parecidas, cuando menos si
las ves a la distancia. Y si no fuera por tu ausencia, ya habría probado tu
atole de ciruela, abuela. Mi madre ha intentado hacerlo, pero, por supuesto, no
le sale. No es igual.
Sospecho
que las abuelas tienen su particular toque secreto que convierte cualquier
receta en algo inalcanzable. Irrepetible. Lo cual es una lástima, siendo
sinceros. Habría deseado que mi novia, y tal vez tus futuros bisnietos,
probaran ese atole tuyo. Pero queda claro que no hay modo, que eso será
imposible. Aunque yo, mi madre, o cualquier otro osado se atreviera a
intentarlo, jamás lo conseguiríamos.
El
atole de ciruela era algo tuyo.
Al
igual que las escobetas capeadas, tus salsas picosas que quemaban la boca, las
calabazas en dulce… Engordaste a generaciones enteras con tu comida
inigualable, y ahora no sabes lo que daría por una sola taza de tu atole.
Desde
la terraza de mi casa alcanzo a ver el patio de la tuya, y veo al ciruelo que
temeroso se esconde detrás de un tabachín mal recortado, y llego a confundirlo
con un cerezo. Sólo le hacen falta sus flores rosas.
Supongo
que es una confusión metafórica. O intento convencerme de ello, para que, de
ese modo, pueda intentar replicar tu atole, aunque no me salga. Si puedo
confundir un ciruelo con un cerezo, seguro podré hacer lo mismo con el atole, e
imaginar tu sabor. Después de todo, al ciruelo sólo le faltan las flores para
ser cerezo, y a mí sólo me faltas tú, para enseñarle a mis futuros hijos a qué
sabía tu añorado atole, abuela.
*
* *
Nuevamente
está haciendo aire. Hace cerca de un mes el clima había instaurado una rutina:
a partir de las seis de la tarde comenzaba una violenta tolvanera que cubría
todo de polvo, y que hacía volar lejos cualquier cosa liviana que no estuviera
prevenida: la ropa del tendedero que no tuviera gancho, papeles, plumas de
pájaro, bolsas de plástico, y toda clase de cosas insospechadas. Pero de pronto
cesó de soplar, como si el viento dejase de asistir puntual a su cita que él
mismo programó para nosotros.
Todavía
hace un mes, tu palmera, abuelita, la que trajo mi tío Maurilio, tu hermano,
desde Acapulco, cuando era apenas un coco, bailaba con el viento. Era un
espectáculo, lo recordarás. En serio hacía danza. Desde mi ventana podía ver su
coreografía: precisamente a las seis comenzaba a menearse en su contorción.
No
sé cómo decirte, abuela, que esa palmera ya no está.
No
tiene ni dos meses de que te fuiste cuando mis tíos, tus hijos, los hombres de
esta familia, decidieron cortarla. Y como hace tiempo aprendí que cualquier
oposición frente a ellos es estéril, no pude decirles nada. Habría sido inútil.
A lo sumo, cuestioné a mi padre. «Es que se puede caer con el viento, y dañar la casa
de tu abuela»,
dijo.
No
tiene mucho tiempo que una fuerte ventolera tiró un viejo y frondoso árbol
cerca de la avenida que detuvo el tráfico y nos dejó sin luz por varias horas.
Puede ser un argumento válido, pero no es lo mismo que el aire derribe un árbol
a que la mano del hombre lo corte en pedacitos.
Ya
conoces la cerrazón de tus hijos. Después de todo, tú los criaste. Así que
llegó el día de despedirme de la palmera. Vi cómo armaban los andamios, y cómo
amarraban sendas sogas alrededor del tronco. Le tomé una última foto. Me daba
la impresión de que se estaba despidiendo, como si su follaje se meneara como
una mano, diciéndome adiós. Incluso llegue a pensar que su semblante era muy
triste.
La
operación duró varias horas, en las cuales el ruido de la sierra eléctrica no
permitía sentir ni pensar nada. Uno de los tajos dejó al descubierto el
profundo hogar de un pájaro carpintero, mientras los obreros (y mis tíos con
ellos) tomaban cerveza al tiempo que hacían bromas, se carcajeaban, y se ponían
al día de los asuntos de actualidad.
Al
finalizar —dirás, abuela, qué ironía—, sobre el tronco chato de la palmera,
colocaron una gran maceta, con otra palmera en su interior, una más chiquita
que la que le precedió.
Me
pregunto, abuela, ¿te habría gustado ver eso?: tu patio así, el tronco a
pedazos de tu palmera, el piso lleno de aserrín. ¿Qué habrías hecho tú? ¿Qué
hubiera dicho mi tío Maurilio de haber seguido vivo?
La
palmera tenía 25 años. Era apenas un poco más joven que yo. Quizá por eso me
duela tanto: porque crecimos juntos.
Hoy
nuevamente hace aire, pero ya no hay palmera que baile frente a mi ventana.
*
* *
Tengo
tus ojos, abuela. Me atrevo a asegurarlo, aunque este tipo de atribuciones
usualmente vienen dadas por los otros, que te ven y dicen «tienes los ojos de
tu madre, abuelo, padre, etcétera». Nadie me lo ha dicho a mí, pero yo lo sé.
Lo supe un día que, recién vuelto de Chiapas, le había traído a mi padre un
pasamontañas zapatista, y me lo puse yo, a solas y frente al espejo, y, todo
vetado excepto la mirada, creí haber visto esos ojos en otro lado. Apenas unas
semanas después, en tu recámara, contemplé uno de tus retratos de juventud. Esa
abuela joven y bonita me miraba con complacencia desde el marco colgado en la
pared, y entonces lo supe: esa mirada era también la mía. Los mismos ojos
gráciles y redondos, de un café de canicas, los compartía contigo. Aunque nadie
me lo diga, yo lo sé. Puede ser un mito autoinducido que me gusta dar por
cierto con soberana indulgencia, aunque nadie me lo haya confirmado hasta
ahora.
*
* *
Ayer
nos acordamos de ti, y de tu enorme generosidad.
Mi
novia me contó que le dijo a su abuela que tenía antojo de un elote, y cómo al
día siguiente le hizo una gigantesca olla de elotes para ella sola.
—Es
igual que Cipri —les dije a mis padres, cuando les conté la anécdota.
Después
de eso recordé cómo le habías comprado una vaca a mi primo Ángel, tu primer
nieto, sólo para que tuviera leche. Mis padres, además, me contaron cuando le
regalaste un terreno a tu sobrina, que era pobre y no tenía dónde vivir.
Siempre
fuiste así. Dadivosa. Dando a manos llenas todo lo que tenías.
Discúlpame
que te lo diga, abuela, pero siempre creí que ese afán de colmarnos a todos de
dinero y cosas materiales, probablemente escondía otras carencias que todavía
no sé cuáles eran, ni sé cómo explicarlas. ¿Qué vacío habrás tenido tú? ¿Cuál
habremos tenido todos, que creíamos que tu dinero podría saciarnos algún día?
Por
ejemplo, yo nunca comprendí tus distinciones. A mi primo le compraste una vaca.
Era tu nieto primogénito, debiste estar orgullosa. Recuerdo las veces en que
llegaba de la primaria a enseñarte su boleta de calificaciones con promedios de
ochos y sietes, y cómo le hacías la fiesta; pero cómo, cuando yo me acercaba a
mostrarte mis dieces y nueves, no pasaba de una mueca de indiferencia, un
escueto “muy bien” tirado al aire, y una palmadita en la espalda.
Yo
no habría querido una vaca, o que pagaras mis estudios. Lo que nunca entendí, y
quizá me hizo falta, era el brillo de tus ojos que profesabas por tus otros
nietos. No por este niño flacucho y miedoso, que te merecía apenas una palmada
en la espalda y no un abrazo como a los demás. Por eso debo confesar con mucha
vergüenza lo que me costó llorar tu muerte. Mi tía Lupe me preguntó por qué no
lloraba. De inmediato reclamé lo de la vaca y las boletas.
—Es
que mi abuelita no me quiso. Quería más a sus otros nietos —dije.
¿Sirve
de algo que confiese cuánta culpa sentí entonces?
Pocos
meses antes de tu muerte —¿quién lo habría imaginado entonces?—, me diste dinero
para viajar a Costa Rica. Siempre tuve intención de devolvértelo. Sin ese
dinero tuyo, me habría privado de tantas cosas en el viaje. Pero no es el
dinero ni la vaca lo que me hacía falta. Eran, quizás, los modos. Habría
deseado que me pusieras en tus piernas a bailar el «Tilingo Lingo» mientras
me veías con el amor que decías tener por tus otros nietos y bisnietos (en tu
primer infarto, dijiste que cuando todo se oscureció y te pareció morir, viste el
rostro de tu primera bisnieta. Habría sido lo último que viste. Pero no moriste
aquella vez. Viviste para contarlo). Qué locura ridícula, ¿no? A mis veintiocho
años querer bailar sobre tus piernas el «Tilingo Lingo». ¡Qué vergüenza…!
Tuve
que esconderme, escuchar «Amor eterno» a todo volumen para soltarme a llorar sin
disimulo ni restricciones. Sólo así lo conseguí. Y me apena, abuela, tener que
escribirlo. A ti, que siempre te gustó la teatralidad y el histrionismo, mira
que tener un nieto que se avergüenza de su llanto… Pero es que, en efecto, abuela:
«tú eres el
amor del cual yo tengo el más triste recuerdo de Acapulco», y no puedo todavía
ahora imaginar que ya no habrá más visitas a las playas guerrerenses a tu lado.
*
* *
A
veces se me olvida que ya no estás. Simplemente no lo recuerdo. No lo noto. En
ocasiones, cuando escucho que alguien abre la puerta del portón, pienso de
inmediato que eres tú (nadie más que tú venía a visitarnos). Espero unos
cuantos segundos para escuchar tu voz, preguntándole algo a mi madre desde el
marco de la puerta, pero jamás se escucha. Se queda pendiente. O al entrar por
la puerta volteo la mirada hacia tu silla, donde solías sentarte a leer el
periódico, como que sabiendo que sigues ahí. Como si al parpadear te viera de
nuevo. En cambio, está tu foto sobre una mesa con flores y veladoras.
Nos
pasa a todos: a mi madre se le ha salido más de una vez mandarme a pedirte
chiles, por ejemplo. Cuando nos percatamos de nuestro error, nos detenemos. Es
como si nos quedáramos congelados. Algo o alguien detiene el tiempo, y nos hace
callar. Y no podemos ocultar una mueca de tristeza.
He
imaginado tus sombras, cuando corto el pasto, y desearía que llegaras a ver
cómo quedó. Fantaseo también con tus regaños, y tus frases peculiares. ¿A dónde fueron a
dar todas esas frases tuyas, y tus recuerdos? ¿Qué nos queda de ellos?
Desearía siempre
esperarte, tal como hasta ahora. Estar atento de el eco de tus pasos y tu
sombra. No olvidarme nunca de tus visitas en cada sonido, en cada aroma, en
cada hueco.
*
* *
Olas. Escucho olas. La
casa se alumbra a media luz. ¿En dónde estoy? Se parece mucho a la casa que
tuviste, cuando fui niño. Las paredes lisas, sin acabado. Apenas tres
recámaras: una habitación, un comedor y una cocina. La luz amarilla de los
focos y las velas proyectan sombras al fondo de las paredes. Estoy preparando una
maleta, con mucho cuidado para no despertar a mi prima que duerme en la otra
cama. De pronto, te asomas por la puerta, y me ves. Me preguntas qué estoy
haciendo, y sólo atino a responder que me preparo para irme. Me dices que deje
todo ahí, y que vaya contigo.
Salgo, y te sigo el paso
por un estrecho pasillo. Huelo el mar. Siento su brisa. ¿Dónde estamos? Llevas
en la mano una lámpara de aceite, para alumbrar el camino. Parece de noche,
pero sé que pronto va a amanecer. Es de madrugada. Subimos unas escaleras, y
atravesamos varios cuartos. ¿De quién es esta casa, abuela? Es una construcción
en obra negra, con apenas un par de habitaciones terminadas. Llegamos a una
puerta, al abrirla se ve el mar.
Como en una pintura
surrealista, aquel cuarto del baño tenía una bañera con forma de mar. Así de
amplio, así de grande. No tan hondo (después de todo, sigue siendo una bañera).
Me pides que te acompañe dentro del mar. Siento el agua. La lámpara
desapareció, y traías puesta una camiseta vieja, de esas que usabas para bañarte
en el agua salada.
No decimos nada.
Simplemente me tomas de la mano. Quieres que esté a tu lado, tal vez para
cuidarte. Sólo eso. Nos acompañamos en silencio, mientras la marea mece
nuestros cuerpos, y vemos salir el sol al fondo del cuarto de baño. De pronto
entran por la puerta mis tíos, y mis primos, dispuestos a entrar al mar, listos
con sus trajes de baño. Han venido a felicitarte. Te dan un abrazo, uno por
uno, y yo pienso, ¿qué día es hoy?
Abro los ojos. Despierto. Hoy habrías cumplido años.
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